vendió la casa y dejó escrita una frasecilla en un rincón invisible. Pretendía que en algún momento los nuevos inquilinos la encontraran al azar.Yo tenía una estrecha relación con los nuevos dueños.Cenábamos todos los sábados y de alguna manera no podía evitar esperar en cada uno de estos encuentros que en el momento de los postres me dieran la noticia de un descubrimiento asombroso, que recitaran orantes las palabras aparecidas. Que esas palabras chocaran contra sus vidas como la quilla en el iceberg. Ellos no podían saber de las razones de mi gesto impaciente cuando hablaban del cambio de muebles en el salon , ni de mi semblante desolado al terminar la velada. Mi propia vida se convirtió en espera. Ninguna lectura pudo ya devolverme la serenidad. Sólo esperaba la llegada de aquella sentencia, como quien espera la llegada del mesias. Algunos sábados las cenas se celebraban en aquella casa. Y yo me veía reflejada en el espejo del recibidor, pálida .El estravío con el que mis ojos recorrían muros, puertas y rincones terminó por alertar a todos. Pensaron que algo fuera de aquella frase me tenía hipnotizada.Por eso, cuando incendié la casa y enmudecí nadie supo dar una explicación.
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