martes, diciembre 18, 2007

a fé mía

Se creía el fonendoscopio de su escritura. Si detectaba un sonido extraño se paraba y no retomaba la tarea en semanas. Días y noches que ocupaba en las más extravagantes tareas. Colocaba alineadas sobre una mesa unas Venus de escayola, aparentemente idénticas, sacadas de la fábrica de un mismo molde, las nombraba y las observaba detenidamente, haciendo abusar al ojo del parecido hasta ver sólo una. Después las estrellaba contra el suelo y recogía al azar uno de los pedazos al que llamaba con todos los nombres bautizados cuidadosamente en la serie. Corría a comprar cintas que reproducían el canto de jilgueros, pardillos y verderones y las cortaba y volvía a pegar mezclando los cantos, y cuando el ruido creado le parecía que estaba terminado anudaba un cimbel al orificio de la cinta. Toda la casa estaba invadida por los más incongruentes objetos fruto de esos días de silencio. Cualquier visita foránea a aquel mundo no habría acertado adivinar la procedencia de todas aquellas mutilaciones y dislocadas prótesis. Forró las ventanas con hojas de arce y estudió cuidadosamente su descomposición. Miraba cómo se iba el verde y venían los marrones y los negros. Veía cómo la ventana volvía a ser ventana. Al cabo de un tiempo se sentaba frente al escritorio frente a sus manuscritos y con las manos debajo de la mesa cosiendo los dedos, releía el documento para ver si aquel sonido animal se había ido. Normalmente se levantaba abatido para regresar a las cosas.
Cuando entró no dejó títere con cabeza. De manera indiscriminada y firme arrambló con todo. En grandes bolsas azules de basura perfumada fueron barridos todos y cada uno de sus procesos mentales. Su cabeza quedó más limpia que la patena después de aquella sorpresiva invasión. Nada preparado para la resistencia. Ni una palabra. Todo quedó en una masa. El aire que entraba por las puertas y ventanas que habían sido abiertas eliminó toda huella que pudiera levantar la imaginería de un álbum de fotos de otra familia.
Se creía la veleta de su escritura. Y en los días sin viento se paraba. El tiempo se apoderaba de lo que se creía. Y era entonces cuando comenzaban a aparecer aquellas cosas en los cajones, sobre los estantes, en todos los rincones, diminutas religiones en forma de esquirlas de Venus o cantos troquelados de jilguero. Cosas con las que tropezar, cosas con las que encontrarse y reencontrarse. Fue un alivio que ella entrara y vaciara. Un alivio que las cosas desaparecieran sin elegirlas. Un alivio que otro hiciera el trabajo sucio. Se limitó a pegarse a la pared.
Ella se acercó al escritorio donde yacían sus textos, únicos supervivientes de aquel naufragio en tierra. Llevó su mirada del papel signado a los ojos de aquel doble tabique omnívoro y esbozó la más irónica de las sonrisas.