sábado, diciembre 29, 2007

autobiografía de los jesusitos: jesusito 2


Americo nos recogió en el aeropuerto y nos llevó en su flamante merced negra hasta el apartamento en el centro de Roma. Américo nos recogió en el apartamento y nos llevó en su flamante merced negra hasta el aeropuerto de Roma.
Pasear el frío de una ciudad tan hermosa. La cuestión se dobla al preguntarme por qué no quise ver pintura. Por qué no quise entrar en museo alguno. Por qué sólo quería calle. La loba y sus dobles hijos. Las iglesias abiertas en navidad como fondos de la travesía. Santa Cecilia y la cabeza perdida, andaba yo también sin ella. El cuerpo por un lado y el rostro siempre girado. Me faltaba fe para ver en los lienzos, a punta de polvo, sangre y oro acumulados. Lienzos sin pasajes ni fríos. Lienzos protegidos de la opinión de la vida y la intemperie. No quise verlos y ya. Santa Cecilia no se me iba de la cabeza. Caminamos sin descanso hasta no saber dónde teníamos los pies. Tendida Santa Cecilia su imagen y su edificio en pie. Podría decirse que todo fue un rompecabezas andado al revuelo de pies sin rumbo.
Sí entré en los portales, ese lugar fronterizo entre lo público y lo privado. Lugar aun calle y suceso de viandantes. Micro selvas urbanitas y misteriosas. Apoyando una maceta te puede aparecer una piedra enciclopédica que ha perdido la veneración que le concedería ser muestra y púlpito de la historia, y allí, perdidas a los ojos de la taquilla, sólo sujetan una enredadera. Solo quise ver eso. Y la fuente que saltaba detrás, con la solemnidad de quien pasa la tarde, todas las tardes, en el punto que nunca es de mira.
Pasó también el tiempo de la verdad, pero yo no me brindé aposentar mi mano en la piedra, sabiendo quedaría allí atrapada, por mentirosa, la piedra.
Y en uno de los muchos fondos de saco cruzados lo vi. Duplicados a cientos los jesusitos en la cestilla de mimbre. Vendidos y rebajados a cincuenta céntimos de euro. La loba ha parido, pensé, y no puede alimentar a toda la camada. Todos esos jesusitos de brazos abiertos comerciados en el templo y en autoservicio. Cogí uno y deposité el precio justo en la hucha. Pesaba poco y tenía los rasgos de lo general. La inocencia con que fueron allí depositados, la fabulosa y sacrílega imagen.
Calles y frío en Roma.
Américo espejó su cometido. Podría parecer ahora que no pasó, pero al meter el vaquero en la lavadora descubrí un Jesusito que me recibía con los plásticos brazos
abiertos.